Este domingo, el sexto de Cuaresma, recibe un título sonoro y extenso: Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. Se llama así porque, en su desarrollo, contempla dos acontecimientos distintos: la entrada gloriosa de Jesús y su muerte redentora. En la entrada de Jesús y sus apóstoles en Jerusalén es recibido por muchos que lo reconocen y aclaman como hijo de David. Ellos usan en “hosanna”, súplica a Dios para que venga a salvarnos. La procesión de Ramos, de un Jesús montado en un burro, es la única procesión litúrgica. Los caminantes en realidad se dirigen a celebrar la eucaristía. Esa alegre procesión, con cantos, música, palmas, flores, danzas y otras cosas más, al asumir la celebración de la eucaristía, viviremos más concretamente la muerte de Cristo, es como si dijéramos el Viernes Santo trasladado al domingo para que todos puedan vivirlo intensamente. ¿Por qué ese doble valor?
En muchos países Jueves y Viernes Santos pasan desapercibidos. Las ciudades no se detienen y continúan febriles en sus actividades interminables. La Iglesia desea que sus hijos vivan intensamente los acontecimientos de la pasión de Cristo y por ello la traslada al domingo anterior. De ahí el doble valor, lo alegre, en la procesión, y lo íntimo y profundo al ver la entrega de Cristo, su muerte en la cruz, su sepultura. Hoy celebramos su muerte, pero el próximo domingo celebraremos su resurrección, algo que festejamos cada domingo del año, porque cada domingo es el día de la resurrección de Cristo.
La liturgia de hoy plantea, además del Evangelio al iniciar la procesión de Ramos, un texto del profeta Isaías, del capítulo 50, un segmento del cántico del siervo doliente, que asegura que el mesías no retirará su rostro ante quien le dé bofetadas porque sabe muy bien que hay quien lo proteja, quien lo defienda. El salmo, el 21, a que respondemos con uno de los versos más duros de la Escritura: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, intercala en sus estrofas acontecimientos vividos por el mesías que son para nosotros trascendentales: el ser crucificado, el reparto de la ropa, el sorteo de la túnica. La segunda lectura de la carta a los Filipenses, narra la humillación del Hijo de Dios hecho carne, que desprendido de su condición divina asumió la condición humana para someterse incluso a la muerte de cruz y ser exaltado a lo más alto del cielo, con un “nombre que está sobre todo nombre”.
El Evangelio es la armónica y concisa pasión según San Marcos que resume los hechos de Cristo en su entrega. No obstante, porque el texto es más bien breve, la Iglesia lo aprovecha echándose hacia atrás, es decir, iniciando la lectura desde la unción en casa del leproso Simón, unción que para Jesús es como si lo embalsamaran. El texto avanzará hasta la escena final, la de la muerte en la cruz, que es vista por el evangelista como en el cumplimiento de la propuesta teológica que había hecho. Me refiero a la frase de aquel centurión que dice: “este es verdaderamente el hijo de Dios”, haciendo eco a lo dicho al inicio del evangelio. La pasión de Marcos narra todos los acontecimientos presentes en las demás narrativas. Tiene, por supuesto, una referencia a la Eucaristía, porque en el pan partido Jesús anuncia su inminente muerte, su entrega por nosotros. Sin abandonarnos se queda aquí como alimento. Celebrar a Cristo muerto y resucitado en la misa debiera ser la experiencia más importante y anhelada para la vida de cualquier cristiano. Reiterarlo nos permite revivir su entrega y sentir su fuerza en nosotros.