En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. De esta manera iniciamos prácticamente todas las acciones litúrgicas, de religiosidad popular y hasta de formación cristiana en la Iglesia. La nuestra, la experiencia cristiana, es la única expresión religiosa que se mueve desde la idea de un Dios que es comunidad de amor, del Dios que es uno y que es trino, del Dios que dentro de sí mismo logra la plenitud de su realización interpersonal pues, engendrando como Padre al que es su Hijo desde toda la eternidad, crea una relación perpetua entre el Padre y el Hijo, una relación interpersonal que llega a tal profundidad que se personaliza, y este amor perpetuo he intercambiado, reconocemos al Espíritu Santo. Esto, que puede ser muy difícil de entender por cuanto conserva a la vez intacta la unidad de Dios, aun en la Trinidad de personas, se reconoce como verdad y se manifiesta ante nuestros ojos como la esencia de nuestra más profunda e inquebrantable certeza teológica, la Santísima Trinidad.
La primera lectura de este domingo nos pone frente a Dios, el Padre. Sin explicarlo o definirlo, se nos propone por su característica fundamental. Me refiero al hecho de que Dios, a pesar de ser omnipotente, sabio, trascendente, santo, omnipresente, y cualquier otra característica y virtud que podamos agregarle, el texto no busca que veamos a Dios como algo lejano, sino que destaca en El que siga manteniendo con insistencia su cercanía con nosotros. Del texto sacamos como conclusión muy tierna que él insiste en combatir en favor nuestro, con mano poderosa y brazo extendido, que está siempre cercano, que no hay Dios en el universo que esté tan cerca de nosotros como nuestro Dios.
La segunda lectura, de frente a este Dios Uno y Trino al que nosotros recurrimos en estos, los días de Cristo, lo más importante es que ese Dios nos conduce por medio de su Espíritu, que nos hace sus hijos. No somos sus esclavos, no tenemos por qué vivir en el temor. Somos sus hijos y podemos llamarlo Padre. Se destaca en esta lectura la actuación del Espíritu Santo en nuestros corazones, porque se une a nuestra propia espiritualidad para que podamos dar testimonio de que somos hijos de Dios.
El Evangelio de este domingo de la Santísima Trinidad es la propuesta del capítulo 28 de San Mateo. Por un instante nos separamos de San Marcos para acoger un texto brillante y luminoso que nos propone a ese Dios trinitario al que confesamos. En el mandato del Resucitado, que se acerca a sus temerosos apóstoles cubierto de gloria y de todo el poder que le ha sido concedido a partir de su muerte y su resurrección, contemplamos varios aspectos. En primer lugar, que a nosotros también nos toca ir. Nuestra tarea supone ir a anunciar la Buena Noticia del reino. Esa buena noticia es que Dios nos ama, que Dios quiere lo mejor para nosotros, que Dios nos tiene un sitio junto a Él en el cielo. En este “ir” está implícita también la acción de “bautizar”, es decir, incorporar a la Iglesia a los nacidos de nuevo, a las nuevas criaturas, a los hijos de Dios, a los participantes en la muerte resurrección de Cristo, y que, además, seamos evangelizados. Para lograr este ramillete de maravillas, el Señor Jesús pide que todos seamos bautizados en el nombre del Dios amor, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Es así como somos miembros de una iglesia trinitaria, adoramos la unidad en la Trinidad de las tres personas y aprendemos, quizá no a comprender a Dios, cuando a imitarlo amándonos los unos a los otros como él nos amó.