El domingo ubicado entre el 25 de diciembre, esto es, entre la solemnidad del nacimiento de Jesucristo y el 1 de enero, la de Santa María, Madre de Dios, ha sido usada por la Iglesia para celebrar solemnemente a la Sagrada Familia. Es una celebración con alto contenido humano pues reafirma la idea, ya de por sí profunda y notoria, de que Dios, en Cristo, estaba asumiendo nuestra historia, nuestra carne y nuestra realidad temporal. El nacimiento en carne del Hijo de Dios es de por sí un verdadero acontecimiento con consecuencias extraordinarias, porque Dios se integraba a la familia humana. Ese Hijo de Dios hecho carne, es decir, Jesús, fue engendrado en el vientre de María por obra del Espíritu Santo, y al nacer en nuestra temporalidad fue acogido como suyo por un hombre justo llamado José. José es padre de Jesús en la tierra por cuanto lo asume a la familia que formó con María, pero, además, al ser descendiente de David, lo injertó en su noble familia, la de David. La Iglesia quiere que hoy, si se pue-de, ayudemos a los matrimonios a recordarse mutuamente su voto, su promesa, su entrega.
La primera lectura hoy nos recuerda como Dios cuidó la descendencia de Abraham por qué de ella naciera el mesías prometido. De la descomunal progenie de este patriarca extraordinario, que crecería hasta llegar a ser como las estrellas del cielo y las arenas de las playas, vendría a nacer el mesías. La promesa resultaba de alguna manera inverosímil, por cuanto Abraham era ya viejo y su esposa también. Pero Abraham supo creerle a Dios y Dios aceptó su acto de fe y completo, en la luminosa pareja, su promesa. Por eso en el salmo hemos recordado que el Señor se acuerda de su alianza eternamente.
La segunda lectura, de la carta los Hebreos, destaca de nuevo la figura de Abraham, y de nuevo hace énfasis en su absoluta confianza en Dios, le reconoce su fe inquebrantable, cuyo fruto más importante es precisamente Jesucristo, heredero de las promesas. Tanto confiaba Abraham en Dios que hasta estuvo a punto de ofrecerle a su hijo en sacrificio porque supuso que, como todos los demás pueblos, esa era su obligación. Dios no quiere sacrificios, aunque acepte que su Hijo se ofrezca en uno.
El Santo Evangelio, por su parte, nos propone la presentación legal y religiosa del Niño Jesús en el templo. Un niño descendiente de Abraham, como de David tenía que cumplir todo lo que mandaba la ley. El gesto legal se cumple, todo parece entrar en el mecanismo lógico de la costumbre hebrea, hasta que un anciano, llamado Simeón, cuya experiencia de dios ha sido de muy alta calidad, se acerca para tomarlo en sus brazos para declarar que ese Niño es mucho más que lo que se ve, porque en él se cumple la promesa de Dios a su pueblo y que él mismo puede ya morir en paz, porque ha contempla-do ya con sus propios ojos al Salvador de la humanidad. Dice del Niño cosas que nadie había imagina-do, que nadie hubiera esperado. En su relación el hombre proclama a Jesús el mesías, lo declara como el símbolo absoluto el triunfo cristiano, asegurando, junto a otra anciana, llamada Ana, otra que estaba por allí sirviendo en su vejez al autor de la vida, que las promesas de Dios se estaban cumpliendo para el beneplácito de todos. En aquel día podríamos decir que la ley hebrea empieza a declinar por-que ha surgido el autor de la vida, porque empezado a surgir la verdadera luz que iluminará para siempre a toda la humanidad.