Domingo XIV del Tiempo Ordinario

¿Sabe que hoy celebramos a la beata costarricense sor María Romero Meneses? Bueno, costarricense y nicaragüense a la vez. Ella debería lograr el gran milagro de que nuestros pueblos vivieran en armonía. Eso no es un asunto de gobiernos, sino del amor de Cristo vivido entre nosotros. Quizá nos ayude este XIV domingo del Tiempo Ordinario que se centra en algo desagradable y poco estimulante, algo que se repite constantemente en nuestras comunidades y que de alguna manera lo afecta todo, desde las relaciones nuestras con Nicaragua, con otras naciones, con nuestros vecinos, con nuestros familiares. Me refiero a la inmensa desconfianza que con abundancia enfermiza brota de nuestros corazones.

Hoy es Jesús el que paga la factura. Jesús ha llegado a su pueblo y mostrado un poco de su conciencia de fraternidad universal, cercanía, solidaridad, compasión y afecto. Desde este ángulo es juzgado drásticamente por sus parientes más cercanos, por sus conocidos de siempre, por sus vecinos. No quieren aceptarle su predicación porque es “de los nuestros” y por ello no es de fiar. Esa enorme falta de fe, este rechazo manifiesto a la buena noticia que Jesús trae dará como resultado que Jesús se aleje de su pueblo y ya no predique más allí. Ellos se escandalizan por su tarea mesiánica, su predicación, porque no es posible que ese simple carpintero pretenda dar lecciones. Así de fácil se rechaza el reino de Dios.

La primera lectura, por su parte, nos presenta la vocación de uno de los grandes profetas del Antiguo Testamento, Ezequiel. La describe como la llegada de un espíritu a su corazón, un espíritu que lo envió a Israel con la advertencia de que se trata de un pueblo, diríamos, mal amansado, irritante, incapaz de abrirse, gente de corazón obstinado y duro. Dios le hace ver eso al profeta aclarándole que lo envía a esas gentes incapaces de escuchar y de entender, hombres de corazón de piedra, precisamente porque al escucharlo predicar muchos rechazarán esa buena noticia de Dios. No obstante, sea que escuchen y acepten, o que rechacen esa palabra, Dios quiere que nunca puedan decir que no se les advirtió, que no se les predicó, es decir, debe quedar claro que, si la gente rechaza esa palabra, al que están rechazando es al mismo Dios.

Por su parte, San Pablo en este texto a los corintios, dice que fue enviado por Dios a anunciar la buena noticia del reino de los cielos, que él aceptó la propuesta y lo hizo con fidelidad, pero que, quizá para que no se llenara de vanidad, persiste la extraña sensación de que Dios estuviera permitiendo que sienta: “una espina clavada en su carne”. Los que anunciamos la palabra de Dios, hombres o mujeres, muchas veces no lo hacemos con convicción, porque conocemos nuestra indignidad y pecado, que podría bloquearnos la tarea, como suele suceder. Pero parece que a Dios eso no le interesara.

En todo caso, ¿a quién se le ocurriría servir buena comida en un plato sucio, descascarillado o arrugado? Nadie se atrevería a hacerlo porque están seguros de que quienes vieron el plato podrían, por ello, rechazar el alimento. Pues bien, Dios lo hace porque necesita decirnos que lo más importante es cabalmente lo que recibimos de él y no el plato en que este alimento fue servido.

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